La paradoja de la productividad y el final de los tiempos “modernos”
La paradoja de la productividad es un tema de debate que con el auge de las Nuevas Tecnologías en el siglo XXI experimenta un revival, inquietando a economistas, políticos y pensadores progresistas. ¿Cómo es posible que con el tremendo desarrollo de la Informática, las TIC y otras innovaciones avanzadas la productividad de las economías industriales esté disminuyendo? Entre 1945 y 1970 fue del 3 por ciento anual agregado. Durante la década de los 70 cayó al 2 por ciento, y así se mantuvo hasta comienzos del nuevo milenio. Sin embargo, desde el 2008, tras la crisis de Lehman Brothers, y durante la recuperación económica posterior, es solo de un mísero 1 por ciento. Y eso que estamos en la época de la Nube, el Big Data, Industria 4.0 y la Inteligencia Artificial.
¿Qué está pasando en realidad?
Para explicar esta contradicción se han propuesto numerosos enfoques. En algunos de ellos se pone de relieve la existencia de un período de retardo antes de que las innovaciones se extiendan al conjunto de la economía. Otros establecen que en realidad estamos midiendo mal la contribución de la Nuevas Tecnologías a la productividad del sistema: el excedente del consumidor -enormemente positivo gracias a Internet, los teléfonos móviles, los wearables IoT y el ordenador personal- no se reflejan adecuadamente en la estadística económica. La verdad es que hay para todos los gustos, y pensándolo bien, es razonable pensar que por ahí van los tiros. Sin embargo, mirando en perspectiva, la paradoja de la productividad también oculta un terrible secreto: el fin de los tiempos modernos, tal y como los conocemos.
La civilización industrial, surgida como resultado de cinco grandes innovaciones a finales del siglo XIX (la electricidad, el motor de explosión, las industrias químicas, las telecomunicaciones y la sanidad pública), se está desmoronando. En realidad, el nuevo modelo, eso que llamamos Sociedad del Conocimiento tiene poco que ver con lo que conocíamos. El impacto de las Nuevas Tecnologías que la estructuran no tiene por qué reflejarse en los parámetros de avance del mundo industrial, del mismo modo que la aparición de las nuevas formas de vida urbanas durante los siglos XIX y XX no alteraron en lo sustancial el estilo de vida rural. Tener presente que estamos avanzando hacia algo nuevo, y no hacia un simple perfeccionamiento de lo que ya había, puede ayudar a aclarar en gran medida ese curioso fenómeno de ninguneo estadístico que se da en la productividad industrial.
También obliga a llevar a cabo una reflexión de indudable interés: ¿qué pasa con la industria y las regiones -como la nuestra, por ejemplo- en las que una buena parte del PIB depende del sector transformador? La digitalización nos está pillando con el paso cambiado. Si no hacemos algo nuestras fábricas y nuestros stocks de maquinaria productiva correrán la misma suerte que el arado de vertedera y las trilladoras de vapor.
El río que nos lleva
En otras palabras, la economía digital es como un gran río de progreso que pasa al lado de nuestra empresa, sin que estemos haciendo otra cosa que mirar a los yates que pasan por delante, tripulados por emprendedores de éxito y friquis. Nuestras fábricas languidecen porque no sabemos navegar. Algunos empresarios sí reaccionan, haciendo señas a los navegantes para que se acerquen a charlar y contar alguna noticia de la revolución digital. De paso, esos industriales aprenden a construir sus primeras balsas para navegar en ese río, que es cada vez más ancho y amenaza inundar el patio de la fábrica. Así es como surgen incubadoras y startups vinculadas a grandes empresas tradicionales como Iberdrola o CAF. Las crean con la esperanza de generar alguna innovación en su sector de actividad e ingresos adionales para la casa.
Y no cabe duda de que ese es un buen paso en la dirección de menor riesgo. Sin embargo, el mundo cambia tan rápidamente que sin una buena estrategia de digitalización que ayude a adaptarse a la Nueva Economía, la mayor parte de las empresas industriales están destinadas a desaparecer como agentes de mercado directos para convertirse en simples talleres al servicio de plataformas digitales, que serán las que atiendan los pedidos de los clientes e intercepten los beneficios de las ventas.
No hace falta decir que en Euskadi, donde existe una extensa industria de contratistas y proveedores, este riesgo de pérdida de autonomía económica es mayor que en otros lugares. ¿Vamos a decir que el tema no nos importa lo más mínimo? Pues podríamos decir que, efectivamente, esa es la triste realidad. No hay más que examinar las páginas web de la mayor parte de los fabricantes.
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